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En tonos de gris

Al regresar a su cubículo en la sala de redacción de El País, Gregorio había entendido que el conflicto, al menos el nuestro, no puede contarse en términos de buenos y malos, de superhombres y terroristas, de blancos y negros. Es tan complejo, tan amplío que no basta un primerísimo primer plano. Es necesario retroceder, buscar un plano general y abrazar con el lente, la pluma y el corazón el relato de una guerra que hasta hoy ni sus más activos protagonistas entienden. “Tantos años cerca de los campos de batalla permiten ver cuánta gente está metida en la guerrilla porque no puede estudiar, porque no tiene trabajo, porque pierde lo que cultiva” reflexiona Carlos Barragán periodista de Caracol Televisión, a propósito de los juicios que suelen construirse respecto a los actores del conflicto. “Nuestro análisis debe ser tal, que demuestre que el verdadero enemigo no es de izquierda ni de derecha: es la guerra” propone Ignacio Gómez, subdirector de Noticias Uno. “La señora que no sale de su apartamento, pero prende el televisor en las noche y lee la prensa en las mañanas, tiene derecho a conocer no sólo la cantidad de verdades que nos deben las FARC, sino también el modelo de país que ellos proponen” dice Laura Ardila, periodista de La Silla Vacía.

 

“Más que señalar quienes son buenos o malos es necesario identificar aquellas personas que están en el medio y que suelen ser juzgadas por unos y otros”, explica Pérez. Es la inmortalizada historia de la señora que tiene una pequeña tienda en un camino de la Colombia invisible. Por la cual pasa el Ejército y le pide un sancocho, a las dos semanas los paramilitares le permiten elegir entre “ofrecerles amablemente unas libras de panela como aporte voluntario a la causa” o ser atravesada por las balas de un fusil probablemente proveniente de Bulgaria o Alemania, y entrado al país con la complicidad de militares colombianos, según un estudio de la FIP (Fundación Idea para la Paz) y la Universidad de Gent. “Unos meses después la señora aparecerá, si es que aparece, torturada por la guerrilla por ser supuestamente una comprometida auxiliadora de las autodefensas”.

 

En algunas ocasiones ni el más profundo análisis alcanzaría para explicar a alguien ajeno al conflicto, escenas en las cuales hay tal acercamiento de colores, en teoría bélicamente opuestos, que terminan fundiéndose en uno solo. Tal y como explica Pérez que sucedió en la masacre de Trujillo que tuvo lugar en los municipios de Riofrío, Trujillo y Bolívar entre 1986 y 1994. “Desde el Batallón Palacé, infiltrado por narcotraficantes del norte del Valle, se coordinaron los hechos entre grupos paramilitares, miembros del Ejército y la Policía”. El cadáver del sacerdote Tiberio Fernández, identificado por su hermana gracias a la platina que le recordaba su operación de niño en el fémur, fue hallado flotando en el Río Cauca, luego de ser juzgado porque uno de sus sacristanes aprovechaba sus viajes misioneros para imprimir panfletos alusivos al ELN en la iglesia del pueblo. Cuando Gregorio vio el cuerpo en la orilla reconoció el corte de corbata. Es decir, un tajo en el cuello por el cual se asomaba la lengua del sacerdote. Un corte hecho quizá con armas compradas con los impuestos de todos los colombianos, con la complicidad de uniformados pagados por todos los colombianos.

 

En algunos rincones de Colombia la relación entre actores del conflicto ha ido más allá de ser un pacto ocasional. En la década de los noventa Jorge Luis Durán, quien ha trabajado para los medios más influyentes del país, llegó hasta el barrio Primero de Mayo de Barrancabermeja para entrevistar a Miguel Villarreal alias “Salomón”, máximo jefe de las autodefensas en la zona. Para hablar con el narcotraficante bumangués, Durán tuvo que cumplir con el exigente protocolo de seguridad llevado a cabo por soldados del Ejército Nacional. Al momento de tomar la foto que acompañaría el diálogo en los periódicos nacionales, “Salomón” ordenó a los uniformados retirarse de la habitación para que no quedara retratada la guardia que le prestaban.

 

“Para entender el conflicto hay que tener en cuenta actores que pocas veces son analizados en el plano de la guerra”. Ignacio Gómez se refiere entre otros, a los intereses internacionales y a los del mismo Estado. Gómez denunció la cercanía geográfica de al menos doce entrenadores norteamericanos, pertenecientes a las Fuerzas Especiales del Ejército de Estados Unidos, con el municipio de Mapiripán en el Meta, entre el 15 y el 20 de julio de 1997, cuando tuvo lugar la masacre paramilitar con complicidad también de la fuerza pública colombiana, según el jefe paramilitar Salvatore Mancuso, extraditado a los Estados Unidos.

 

Nacho Gómez, como le conocen sus colegas en todo el continente, relata sus experiencias en la comodidad de su sofá de retazos, tras una puerta blindada y en una sala llena de cámaras que a primera vista parecen lámparas decorativas. Su pequeño apartamento, más santuario que aposento, siempre tiene las persianas abajo pero no tiene un rincón sin colores. Es el fortín desde donde Gómez ha adelantado sus más agudas investigaciones. Testigo de amenazas, de intimidaciones, de amargo llanto cargado de miedo y dolor. Es allí donde ha redactado las líneas abarrotadas de verdades que tantas veces han puesto su vida en peligro. Es allí donde “integrantes del DAS, bajo órdenes del entonces presidente Álvaro Uribe ingresaron en nueve oportunidades entre 2002 y 2010, exclusivamente a llevarse computadores y memorias USB”. Y es que para ese entonces Ignacio manejaba información de por lo menos una decena de temas que podrían relacionar al ex mandatario con algunos delitos o con personas que los cometieron. Gómez se moviliza en un vehículo blindado y no sale de su recinto sin la compañía de su escolta, “la encarnación de la certeza diaria de que alguien lo quiere matar”. 

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