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Esquizofrenia hecha país

Phillipe Zygel es el director de la Agencia France-Presse en Bogotá. Un francés que no lleva más de un par de años en Colombia, que atiende en su amplio despacho en el norte de la capital, que exhibe en su repisa un helicóptero de guerra a escala del Ejército colombiano y que mantiene en su escritorio una constitución en miniatura de Venezuela, no parece ser el más indicado para hablar de violencia en Colombia. Sin embargo, desde el profundo respeto que Zygel demuestra por este país, es fácil enterarse que él conoce más del tema que muchos de los que en este suelo han nacido. “El conflicto en Colombia tiene una dimensión esquizofrénica. En Bogotá y Medellín apenas y la gente se entera que hay guerra”. Las largas décadas de ver una nación desangrarse parecen haber endurecido corazones, afectado mentes, y convertido a Colombia en un país esquizofrénico. Padecer este trastorno implica, según la medicina, una mente partida en dos: una porción que se relaciona con la realidad y otra que interactúa con un mundo imaginario. Según la historia, implica un país partido en dos: una porción que se enfrenta a diario a la cara más horrible de la guerra y otra que interactúa con un mundo que cree real. “Es increíble estar en Cali y sentir el conflicto tan lejos, luego tomar un carro y en dos horas estar en Toribio sintiendo que caminas por la Franja de Gaza”, concluye Zygel.  

 

“Las guerrillas y los grupos paramilitares aparecen en zonas donde la presencia del estado es casi nula. Los armados se empoderan y llegan a constituir una especie de para-estado” opina Gregorio Pérez para explicar la cuestión de un país que son dos en uno solo. “No es lo mismo vivir el conflicto sentado frente a un televisor en Teusaquillo que en Solita, Caquetá, Puerto Leguízamo, San Vicente del Caguán, Quibdó, Caucasia y la Macarena. Las madres que ven sus hijos reclutados para un lado u otro son las que verdaderamente sienten el conflicto” comenta Barragán a propósito del tema. 

 

El control de poblaciones geográficamente valiosas para las estrategias de los grupos armados, y que son generalmente olvidadas por el gobierno de turno, constituye el eje de los enfrentamientos rurales en Colombia. El 16 de mayo de 1998 las autodefensas al mando de Carlos Castaño Gil se tomaron media Barrancabermeja. Sólo media porque allá también había dos mundos: uno del puente hacia los barrios sur y nororientales, y otro del puente hacia el centro de la ciudad. El primero, tachado de subversivo, fue sitiado aquella noche sabatina que “no habría de terminar hasta que Castaño se tomara un tinto en el parque Primero de Mayo, mostrando así que aquel dejaba de ser un pueblo sindicalista y guerrillero para pasar a manos del paramilitarismo”, recuerda Durán. 

 

“Ese cuento de llegar con la bandera blanca que dice prensa para que no me hagan nada no existe en las regiones de Colombia” sostiene Barragán. Es en las regiones, donde el agua tarda en llegar si es que lo hace, donde los puestos de salud no son suficientes, donde un petardo basta para dejar sin luz a cientos de familias por semanas enteras,  que la guerra deja ver el más horrible de sus rostros. Es en los pueblos incrustados en la selva donde el conflicto adquiere dimensiones cinematográficas, “donde aparece gente cortada con sierras, donde los campesinos se van porque no soportan seguir viviendo en medio del horror, donde los vecinos se traicionan porque les gana el temor. Es en las regiones donde hay hornos crematorios como los utilizados por los nazis, donde el Ejército disfraza al mudo de pueblo, lo hace correr y le dispara para presentarlo como un trofeo digno de ser cambiado por dinero o días de descanso” dice Pérez. “Es allá donde da miedo abrir la boca, escribir, denunciar” asegura Jorge Durán.

 

 

 

 

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