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Macondo en guerra

Había pasado ya el mediodía en Páez al norte del Cauca cuando Gregorio Pérez llegó luego de  más de horas de camino, a la cabecera municipal de la población. Al descender del Jeep que el diario El País de Cali tenía destinado para cubrir eventos que se daban más allá de la trocha y el olvido estatal, Gregorio supo que sería testigo de un acontecimiento capaz de sacudirle y marcarle para siempre. El centro de la población, conocido como Belalcázar, estaba totalmente rendido a las órdenes de un grupo de más de ciento cincuenta hombres armados, identificados en sus hombreras y pañoletas como miembros del M-19. Recostados a la pared de la estación de Policía, cinco miembros de la fuerza pública esperaban su final: frente a ellos un grupo de guerrilleros preparaba sus fusiles para recibir la mortal orden proveniente de un alto mando.

 

El acompañante de Gregorio sacó su cámara fotográfica e intentó hacer su trabajo. Sin embargo, rápidamente le hicieron saber que en aquel lugar, donde se encuentran la Cordillera Central y la Oriental, Las reglas eran otras y los jueces eran ellos. Los jóvenes periodistas de El País habían parqueado el Jeep en la puerta de uno de los corredores móviles más importantes para los grupos armados colombianos, conduciendo éste a los departamentos de Huila y Tolima. Entonces un silencio hondo, de esos premonitorios, se adueñó de aquella tarde de marzo de 1987. Con boina inclinada al lado derecho de  la cabeza, con barba de semanas y con fusil cruzado, apareció en escena Carlos Pizarro Leongómez, comandante del M-19. Escoltado por más personas de las que jamás hubo en la base policial, Pizarro, blanco de todas las miradas, se acercó a uno de sus hombres para conocer detalles de la operación. A pocos metros, Gregorio supuso que el final de los uniformados era cuestión de minutos.     

 

Del hospital central trajeron al hombre a cargo de la estación de Policía por orden de Pizarro. El comandante guerrillero, dueño y señor del pueblo en ese instante, hizo formar a los suyos y pidió a los miembros de la fuerza pública hacer lo mismo. De lo que quedaba de la base hizo traer la bandera de Colombia para izarla en las astas chamuscadas. “Pizarro se dirigió al pueblo, conformado por indígenas, negros y mestizos, y les pidió entonar con ellos el himno de su país. Un país de guerrilleros y policías”, recuerda Pérez. Pidió a un combatiente en sus filas elegir alguno de los que antes estaban recostados en el muro lateral de la estación esperando su muerte, y juntos, guerrillero y policía, elevaron la bandera de los tres colores, defendida a su manera por ambos bandos. Entonces, con la mano derecha en la frente entonaron todos, el himno de Núñez, ese que reza en una de sus empolvadas estrofas:

“Más no es completa gloria 
vencer en la batalla,
que al brazo que combate
lo anima la verdad.
La independencia sola
el gran clamor no acalla:
si el sol alumbra a todos
justicia es libertad.”

 

Al final, como si la escena hubiera tenido lugar en el inmortal Macondo de García Márquez, Pizarro pidió medicamentos y comida para los policías heridos, apretó la mano de cada uno de ellos y se dejó camuflar por la inmensidad de la selva colombiana. Fue el mismo Gabo el que dijo que la vida no es sino una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir. Sobre todo en un país como Colombia. Aquella tarde de marzo, Gregorio fue testigo de uno de esos pasajes en los que el honor supera los odios, y la realidad supera la ficción.  

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